sábado, 3 de octubre de 2015

Poesía martirial



Compartimos dos poemas sobre nuestros mártires del Pueyo.

Los 18 beatos mártires del Pueyo, junto a su monasterio y su Madre.

SONETO A LOS 18 MÁRTIRES DEL PUEYO BARBASTRENSE

Santos monjes, murieron cual vivieron:

padre Mauro y enrojecida grey;

por María del Pueyo y Cristo Rey,

entre cantos, su limpia sangre dieron.



Bárbaros hombres, sin Fe, Amor, ni Ley,

a Dios de España eliminar quisieron.

Estos justos perdonando murieron,

y así vencieron, cual su Cordero Rey.



La gracia del martirio conquistaron,

pues rezando, y por Dios, trabajando,

ni una gota de sudor mezquinaron.



Y en el Cielo estarán celebrando,

para siempre, lo que aquí comenzaron,

vivir muriendo, y por Cristo, amando.

A mis queridos hermanos mayores, y amigos en el Cielo, los beatos mártires Monjes de El Pueyo, 20 de agosto de 2015, memoria de San Bernardo, abad.



TRIBUTO A UNA MUERTE EN EL SILENCIO

Juan Manuel del Corazón de Jesús Rossi

(El Pueyo de Barbastro, España)


«Yo os digo que, si ellos callasen, las piedras gritarían».

(Lc 19, 40)



Se hizo en el cielo el silencio. Fue un instante.

Instante de lo eterno.

Llenábalo un soplido, un latir del corazón;

y en la tierra, el rechinar del infierno,

tras el chirrido sordo del camión,

el eco alcanza.

Y no encuentra voz que cante

a su desesperanza.



Hizo en el cielo el silencio la Santa Trinidad

y vio con ojos fijos a los suyos.

Pensó en su pacto.

Recordó la promesa de su gracia

y su anhelo de reinar.

Y en aquel silencio infinito oyó vivar

los fueros cuyos,

con tal hombría y tal fidelidad

que el todo de su Acto

la congracia

del riesgo de la humana libertad.



Hizo también silencio Santiago el adalid,

ese caudillo y patrón de las Españas.

Se fue en un ruego

su aliento contenido,

y con sus ojos de fuego

reflejó a Dios y después lo miró al Cid

y a una legión con aureolas de santos caballeros.

Y el valor invencible que en todas sus hazañas

terció españolamente su pecho embravecido

lo reclamó como don

para los temples postreros

y el último latido

de cada religioso e inmolado corazón.



Y al tiempo que Santiago,

su padre de la fe,

todos los mártires y santos españoles

callaron en su ¡Hosana!

Y ese silencio castellano de innúmeros bemoles

la dote patria fue

para alcanzar a aquellos monjes la fuerza y la prestancia.

Y no fue prenda vana.

Que al Rey valió por pago

de su perseverancia.



Y calló con los demás, y no hizo coro,

Balandrán, el pastor, el del portento,

Balandrán el sencillo, el magnánimo, el testigo,

el sabedor del Pueyo y su tesoro,

y más sabedor de la cruz y el sufrimiento.



Y el Patriarca san Benito,

que nunca antepuso su propia palabra a Aquel que es la Palabra,

viendo a sus hijos que están para ser muertos

y oyendo, en real saludo, su monástico grito,

con ese su silencio, con que reza y con que labra,

impetra a Dios les abra

en su cenobio infinito

un claustro más callado que todos los desiertos.



Y cuando la descarga de fusilería

rasgó la quietud del cielo y de la tierra,

no fue música extraña

para tantos oídos

que de ese recodo de camino de montaña

se sentían por tiempo y por sangre más cercanos:

para Lorenzo y Vicente, sus hermanos,

para el muy sacerdotal Mariano Sierra,

y para una miríada de escuadrones de caídos

por Dios y por España,

vencedores de la persecución y de la guerra.



Por respeto y por admiración

los ángeles también enmudecidos,

forman cortejo aguardando a recepción

y enfilan silenciosos quince palmas.

Los otros, que en la noche dejaron sus cuerpos abatidos,

no han podido ni podrán matar sus almas

y son el carro de su exaltación.



Y la Madre del Rey, Santa María la simpar,

en su interior lo guardó y lo repetía.

Porque eran suyos, eran deudos en su hogar,

los que subieron juntos, e invictos del ultraje,

y era suyo su guía,

el sostén de los demás,

el que aceptó irse solitario al postrer viaje,

andándolo con pecho de Quijote,

para poder mirar El Pueyo una vez más

y entregar con una Salve, en ínclito homenaje,

el timbre de tenor y el corazón de sacerdote.



A la vista de la Reina sonrojada

por lo español y gentil del miramiento,

Cristo el Rey, que callaba en el empeño

de acompañar a sus soldados en la pena,

quiebra ese silencio, que no es el de la muerte o el del sueño

y en un momento

se ríe otra vez,

y se alza y desbarata a sus contrarios.

Y es que acabada de los monjes la jornada,

y concluida fielmente la martirial faena

–martirios que son complementarios–,

se ha de sentar en su sitial de Dios y Juez

para darles el premio prometido de la gloria

y entrarlos a reinar.

Y de allí, otra vez a callar,

que la paciencia de Dios no está colmada,

aunque a oriente se alza el sol de su victoria.

No hay comentarios:

Publicar un comentario