jueves, 26 de marzo de 2015

CELDA MONÁSTICA I

20 DE MARZO DE 2015 / MONASTERIODELPUEYO

Veremos algo sobre el tiempo de celda, su sentido, el modo de aprovecharla, los beneficios y dificultades, etc…

Me pareció importante comenzar con un presupuesto. La celda significa, en su más profunda significación, tiempo de soledad y presencia de Dios. Y por eso es tan importante para el monje, puesto que abandona el mundo para buscar y encontrar y gozar de “solo Dios”. Por tanto es esencial a la vocación monástica. Pero no basta tener una habitación particular, y estar allí mucho tiempo y a solas… lo fundamental es el espíritu con que se la vive. Y para vivir el espíritu de la “celda” es sumamente necesario, en primer lugar, vivir el silencio interior, la santa soledad con Dios.

en la soledad de la celda

El beato abad Columba Marmion tiene un capítulo precioso y clarísimo al respecto, cuando comenta los medios que da San Benito para llegar a la unión con Dios por la oración:

“MEDIOS QUE DA SAN BENITO PARA MANTENERNOS EN LA VIDA DE ORACIÓN[1]

El mejor medio de estimular en nosotros la santa ambición de alcanzar este estado es la vigilancia para perseverar en la vida de adoración. Nuestro santo Legislador ha ordenado de tal manera su monasterio, que todo coopera a este fin: apartamiento del mundo, soledad, silencio y recogimiento, santas lecturas, oficio divino: son los medios más propios para acrecentar y favorecer la vida de oración.

Debemos, pues, en primer lugar, amar la soledad y el silencio. Nuestro Padre san Benito, joven todavía, «dejó el mundo… para agradar sólo a Dios»[2]; empero, la verdadera soledad sólo con el silencio puede guardarse. El ruido, en efecto, distrae al alma de su recogimiento interior: andar taconeando, cerrar las puertas con estrépito, hablar en voz alta, son cosas que pueden impedir a los hermanos dedicarse a la oración; cada cual, pues, debe esforzarse en respetar la vida interior de sus hermanos, en facilitársela, evitando cuantos estorbos puedan menoscabarla. Son minucias, es verdad, pero son muy gratas a Dios, porque favorecen su íntima operación en las almas.


El Pueyo está de fiesta! Ahora es doblemente Santuario.

Más que el ruido externo, distraen al alma e impiden el recogimiento lasconversaciones inútiles. Todas las veces que, fuera de la recreación, hablamossin permiso o sin estar obligados a ello pormotivos de caridadpara con Dios o con el prójimo, cometemos una infidelidad y ponemos obstáculos a la unión íntima con Dios; dejamos, con una culpable ligereza, evaporar el perfume que ha comunicado al alma la visita de Jesús por la mañana en la comunión. Como dice san Benito, «no sólo nos causamos daño a nosotros mismos, sino también se lo acarreamos a los demás»[3].

De una comunidad que no observa el silencio, puede decirse que no tiene vida interior; por esto el bienaventurado Padre rara vez concede a sus discípulos permiso para conversar entre ellos[4]; y esto es tanto más de notar cuanto que, después de indicar numerosos «instrumentos de buenas obras», destaca tres de un modo especial, como para dar a entender que son los más importantes: obediencia, silencio, humildad. Y nos advierte que observemos lo que él llama con una palabra muy significativa «la gravedad del silencio»[5]; y nos repite el aviso de que «en el mucho hablar no evitaremos el pecado».

Para él, el silencio es la atmósfera de la oración; y al Invitarnos a la oración[6], fija de antemano las condiciones que le son necesarias: «Guardar la boca de palabras vanas y viciosas»; «no ser amigo de hablar mucho»; «no decir palabras que sólo exciten la risa»; «no gustar de reír mucho o estrepitosamente»[7]. El santo Patriarca no condena la alegría, antes alaba la «dilatación del corazón»[8], fruto del verdadero gozo «cuya dulzura es inefable»; empero condena con justa severidad lo que disipa y distrae la vida interior, especialmente las palabras innecesarias, las bufonadas y chocarrerías, y la habitual tendencia a la ligereza; todo esto quiere que se destierre del monasterio: «Lo condenamos en todo lugar a una eterna clausura[9], porque sabe que el alma entretenida en tales disipaciones, no oirá jamás la voz divina del Maestro interior.

Será de poca utilidad el silencio de los labios si no va acompañado del silencio del corazón. «¿De qué servirá –dice san Gregorio –la soledad material si falta la del alma?»[10]. Se puede vivir recluido en una cartuja sin estar recogido, si se deja vagar la imaginación por el campo de los recuerdos y de las cosas inútiles y fantaseando se abandona uno a vanos pensamientos. ¡Triste cosa es ver con cuánta ligereza malgastamos a menudo nuestros pensamientos! A los ojos de Dios, un pensamiento vale más que todo el mundo material; con él puede merecerse o perderse el cielo.

Velemos, pues, sobre nosotros, mismos; refrenemos la imaginación y el espíritu, que hemos consagrado a Dios, para que no se disipen en vanos recuerdos, en pensamientos malos o inútiles; los cuales, «apenas sobrevengan, aplastémoslos contra la piedra que es Cristo»[11]. Ayudados por esta vigilancia continua, dice nuestro Padre, «nos veremos siempre libres de los pecados de pensamiento»[12] y conservaremos el tesoro del recogimiento interior. Un alma disipada, ligera, voluntaria y habitualmente distraída por la agitación desordenada de pensamientos inútiles, no puede oír la voz de Dios. Empero, ¡feliz aquella que vive en silencio interior, fruto del sosiego de la imaginación, de la ausencia de vanas solicitudes e impaciencias irreflexivas, del apaciguamiento de las pasiones, de la práctica constante de la sólida virtud, de la concentración de todas las facultades en la busca continua del único Bien! Bienaventurada, sí, esta alma, porque Dios le hablará con frecuencia, y el Espíritu Santo le dictará palabras de vida, que no perciben los oídos corporales, pero recoge con gozo el alma concentrada en sí misma, para alimentarse con ellas.



En este recogimiento interior vivía la Santísima Virgen. El evangelio dice que «guardaba en el corazón, para meditarlas, las palabras de su divino Hijo» (Lc 2, 19). María no se expansionaba con palabras, sino que, llena de gracia e inundada de los dones del Espíritu Santo, permanecía silenciosa adorando a su Hijo, contemplando los inefables misterios que se cumplían en ella y por ella, y elevando a Dios un himno incesante de gracias y alabanzas desde el santuario de su corazón inmaculado. Los monasterios son como otras tantas casas de Nazaret, en las cuales deben realizarse, en las almas virginales, los divinos misterios. Procuremos, pues, vivir en recogimiento, y esforcémonos por estar íntimamente unidos al Señor”.

Nos encomendamos a María, Madre y Reina de los monjes.

[1] Don Columbia Marmion – p. 376 (impreso)

[2] San Gregorio, Diálog., l. II; 1.

[3] S Regla, c. 48

[4] Ídem, c. 6

[5] Ídem, c. 6

[6] Ídem, c. 4

[7] Ídem, c. 4

[8] Ídem, Prólogo

[9] Ídem, c. 6

[10] San Gregorio, Mor. In Job, 1, 30, c. 16

[11] S Regla, c. 4

[12] Ídem, c. 7

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